Una de las herramientas tradicionales
del estado cuando quiere incentivar la inversión sin gastar demasiado
dinero es restringir el nivel de competencia. La idea básica es bastante
simple: enviar barcos a la India, construir una línea de ferrocarril o
desarrollar una vacuna contra la hepatitis requiere una inversión
inicial enorme, hasta el punto que nadie en su sano juicio se atrevería a
poner dinero. Para animar a inversores a meterse en estos proyectos
quijotescos, el estado a veces ofrece a los potenciales empresarios un
trato: el capitalista pone el dinero, el gobierno garantiza sus
beneficios prohibiendo por ley que otros entren en ese mercado.
Los monopolios privados protegidos por el estado son invento antiguo:
los gremios medievales o la Compañía de Indias Orientales son buenos
ejemplos. Los ferrocarriles en casi toda Europa, sin ir más lejos,
fueron construídos a base de concesiones. En la actualidad, el conocido
(y a ratos horriblemente disfuncional) sistema de patentes sigue una
lógica parecida, con el estado otorgando un monopolio artificial a la
primera compañía que desarrolla una tecnología durante unos cuantos
años. En otros sectores, como la telefonía móvil, el estado otorga un
número limitado de licencias por motivos técnicos.
En ocasiones, otorgar un privilegio estatal de este modo
puede
tener sentido, especialmente en nuevas tecnologías o sectores que
necesiten gigantescas inyecciones de capital pero que no son monopolios
naturales en sentido estricto. A menudo esta clase de restricciones a la
competencia se eternizan, permaneciendo en los libros años después que
hayan dejado de ser útiles. España, que es un país donde el estado
siempre ha tenido poco dinero para subvenciones pero muchos caciques
otorgando privilegios, tiene una larga tradición de arreglar cosas a
golpe de licencia, y no retirar el sistema cuando ha dejado de ser útil.
Ejemplo extraordinariamente tonto, irracional y persistente de este
problema: las licencias de taxis. Para proteger los ingresos de los
primeros taxistas y su considerable inversión comprando un vehículo,
etcétera (es un suponer), la ciudad otorga un número limitado de
permisos para transportar viajeros en turismos con conductor. Décadas
después, cuando ni comprar un coche es una inversión demasiado onerosa y
el motor de combustión interna no es una tecnología puntera, el mercado
sigue estando regulado a base de licencias, con un número limitado de
conductores con el privilegio de ofrecer este servicio.
¿Por qué digo que es un privilegio? Porque una licencia de taxi en
Madrid, que recordemos es una autorización otorgada, no un mérito, se
vende en el
mercado secundario por
cantidades absolutamente
astronómicas de
dinero. Hay una escasez artificial de oferta, y el margen adicional de
beneficios que esta produce es suficiente como para justificar un gasto
adicional de 80.000 – 100.000 euros para poder acceder al negocio. El
precio de mercado de ese privilegio son 100.000 euros.
¿Dónde va el dinero entonces? Esencialmente, son rentas de monopolio.
Los taxistas seguro dirán que esto de tener un taxi es muy duro y que
uno no se hace rico, pero me me encantaría tener un puesto de trabajo
que puedo
vender por 100.000 euros, o incluso alquilar a tanto
la noche si estoy de humor. Las licencias, ahora mismo, limitan la
cantidad de competencia en el sector, haciendo que Madrid tenga menos
taxis por potencial pasajero, y generando más ingresos por taxi.Y estos
ingresos adicionales, insisto, son reales; es el motivo por el que las
licencias son caras.
Si el ayuntamiento diera un taxímetro a todo aquel que lo pidiese,
ser taxista sería a buen seguro menos rentable, hasta el punto en que
nadie pagaría 100.000 euros para acceder a ese puesto de trabajo. A
cambio, los nuevos taxistas no empezarían a trabajar con 100.000 euros
en deudas, así que podrían vivir con menos. Del mismo modo que nadie
decide cuántos bares, supermercados o blogueros gafosos existen en la
capital la cantidad óptima de taxis se decidiría mediante un mecanismo
que sabemos que funciona bien, el libre mercado. Probablemente
tendríamos más taxistas que ganarían menos dinero,
en vez de tener al estado garantizando por ley que unos pocos ganen
mucho más para poder pagarse la licencia que han comprado a otro
particular. Y no, que no me vengan con la gaita que en Madrid hay
demasiado taxis; si los hubiera,
no sería tan difícil encontrar uno cuando lo necesitas.
¿Es una ineficiencia importante en una economía del tamaño de la
española? obviamente, no. Liberalizar el mercado del taxi seguramente
crearía una cantidad muy modesta de empleo, mejoraría el servicio de
forma considerable y haría que unos pocos que se han endeudado hasta las
cejas comprando una licencia se pillaran los dedos con ganas. Madrid
sería una ciudad un poco mejor, aunque desde luego esto no nos sacaría
de la crisis.
Aún así, esto no quiere decir que sea una reforma irrelevante. Cuando
hablamos de reformas estructurales en España un buen puñado de ellas
siguen exactamente este mismo patrón: pequeños oligopolios, empresas
protegidas o chiringuitos regulados restringiendo la competencia que
hacen que un sector de la economía funcione peor, sea más caro y cree
menos empleo de lo que debería, ya que la normativa protege a los
actores establecidos. Hablamos de farmacias, notarios, registradores de
la propiedad, colegios profesionales (una peste incomprensible en
España), estancos, administraciones de loterías, compañías ferroviarias,
rutas de autobuses, licencias de apertura, acreditaciones
profesionales, subvenciones implícitas e incluso falta de acceso a
mercado de capitales fuera de los bancos (
venture capital, le llaman) que limitan nuestro crecimiento de forma totalmente estúpida. Hace una temporada
enlazaba un
artículo de Pisani, Gerali y Forni que
calculaba que estas regulaciones inanes disminuyen la tasa de
crecimiento un 1,3% en Italia, un país casi tan propenso como España a
arreglarlo todo con licencias. Reformar el sector del taxi es un primer
paso, minúsculo pero necesario, para empezar a liberalizar todos estos
sectores de la economía que viven gracias a la protección del estado.
El patrón esencial de muchas reformas que deberíamos ver es, en
esencia, muy parecido a una hipotética reforma del sector del taxi. Un
grupo de interés atrincherado con ingresos protegidos que vive protegido
de la competencia gracias a mala legislación. El gobierno entra,
elimina restricciones, los afectados protestan como locos, pero cuando
se disipa el humo las cosas van un poquito mejor para el resto del país.
Son reformas políticamente complicadas, especialmente si el gobierno no
entiende que son importantes, pero son necesarias.
El problema, claro está, es que el gobierno de Rajoy
se rindió miserablemente a la que los taxistas empezaron a protestarle, así que obviamente no lo entienden. En fin.