lunes, 3 de febrero de 2014

De monopolios, regulación y licencias: taxistas

Una de las herramientas tradicionales del estado cuando quiere incentivar la inversión sin gastar demasiado dinero es restringir el nivel de competencia. La idea básica es bastante simple: enviar barcos a la India, construir una línea de ferrocarril o desarrollar una vacuna contra la hepatitis requiere una inversión inicial enorme, hasta el punto que nadie en su sano juicio se atrevería a poner dinero. Para animar a inversores a meterse en estos proyectos quijotescos, el estado a veces ofrece a los potenciales empresarios un trato: el capitalista pone el dinero, el gobierno garantiza sus beneficios prohibiendo por ley que otros entren en ese mercado.

Los monopolios privados protegidos por el estado son invento antiguo:  los gremios medievales o  la Compañía de Indias Orientales son buenos ejemplos. Los ferrocarriles en casi toda Europa, sin ir más lejos, fueron construídos a base de concesiones. En la actualidad, el conocido (y a ratos horriblemente disfuncional) sistema de  patentes sigue una lógica parecida, con el estado otorgando un monopolio artificial a la primera compañía que desarrolla una tecnología durante unos cuantos años. En otros sectores, como la telefonía móvil, el estado otorga un número limitado de licencias por motivos técnicos.

En ocasiones, otorgar un privilegio estatal de este modo puede tener sentido, especialmente en nuevas tecnologías o sectores que necesiten gigantescas inyecciones de capital pero que no son monopolios naturales en sentido estricto. A menudo esta clase de restricciones a la competencia se eternizan, permaneciendo en los libros años después que hayan dejado de ser útiles. España, que es un país donde el estado siempre ha tenido poco dinero para subvenciones pero muchos caciques otorgando privilegios, tiene una larga tradición de arreglar cosas a golpe de licencia, y no retirar el sistema cuando ha dejado de ser útil.
Ejemplo extraordinariamente tonto, irracional y persistente de este problema: las licencias de taxis. Para proteger los ingresos de los primeros taxistas y su considerable inversión comprando un vehículo, etcétera (es un suponer), la ciudad otorga un número limitado de permisos para transportar viajeros en turismos con conductor. Décadas después, cuando ni comprar un coche es una inversión demasiado onerosa y el motor de combustión interna no es una tecnología puntera, el mercado sigue estando regulado a base de licencias, con un número limitado de conductores con el privilegio de ofrecer este servicio.

¿Por qué digo que es un privilegio? Porque una licencia de taxi en Madrid, que recordemos es una autorización otorgada, no un mérito, se vende en el mercado secundario por cantidades absolutamente astronómicas de dinero. Hay una escasez artificial de oferta, y el margen adicional de beneficios que esta produce es suficiente como para justificar un gasto adicional de 80.000 – 100.000 euros para poder acceder al negocio. El precio de mercado de ese privilegio son 100.000 euros.

¿Dónde va el dinero entonces? Esencialmente, son rentas de monopolio. Los taxistas seguro dirán que esto de tener un taxi es muy duro y que uno no se hace rico, pero me me encantaría tener un puesto de trabajo que puedo vender por 100.000 euros, o incluso alquilar a tanto la noche si estoy de humor. Las licencias, ahora mismo, limitan la cantidad de competencia en el sector, haciendo que Madrid tenga menos taxis por potencial pasajero, y generando más ingresos por taxi.Y estos ingresos adicionales, insisto, son reales; es el motivo por el que las licencias son caras.

Si el ayuntamiento diera un taxímetro a todo aquel que lo pidiese, ser taxista sería a buen seguro menos rentable, hasta el punto en que nadie pagaría 100.000 euros para acceder a ese puesto de trabajo. A cambio, los nuevos taxistas no empezarían a trabajar con 100.000 euros en deudas, así que podrían vivir con menos. Del mismo modo que nadie decide cuántos bares, supermercados o blogueros gafosos existen en la capital la cantidad óptima de taxis se decidiría mediante un mecanismo que sabemos que funciona bien, el libre mercado. Probablemente tendríamos más taxistas que ganarían menos dinero, en vez de tener al estado garantizando por ley que unos pocos ganen mucho más para poder pagarse la licencia que han comprado a otro particular. Y no, que no me vengan con la gaita que en Madrid hay demasiado taxis; si los hubiera, no sería tan difícil encontrar uno cuando lo necesitas.

¿Es una ineficiencia importante en una economía del tamaño de la española? obviamente, no. Liberalizar el mercado del taxi seguramente crearía una cantidad muy modesta de empleo, mejoraría el servicio de forma considerable y haría que unos pocos que se han endeudado hasta las cejas comprando una licencia se pillaran los dedos con ganas. Madrid sería una ciudad un poco mejor, aunque desde luego esto no nos sacaría de la crisis.

Aún así, esto no quiere decir que sea una reforma irrelevante. Cuando hablamos de reformas estructurales en España un buen puñado de ellas siguen exactamente este mismo patrón: pequeños oligopolios, empresas protegidas o chiringuitos regulados restringiendo la competencia que hacen que un sector de la economía funcione peor, sea más caro y cree menos empleo de lo que debería, ya que la normativa protege a los actores establecidos. Hablamos de farmacias, notarios, registradores de la propiedad, colegios profesionales (una peste incomprensible en España), estancos, administraciones de loterías, compañías ferroviarias, rutas de autobuses, licencias de apertura, acreditaciones profesionales, subvenciones implícitas e incluso falta de acceso a mercado de capitales fuera de los bancos (venture capital, le llaman) que limitan nuestro crecimiento de forma totalmente estúpida. Hace una temporada enlazaba un artículo de Pisani, Gerali y Forni que calculaba que estas regulaciones inanes disminuyen la tasa de crecimiento un 1,3% en Italia, un país casi tan propenso como España a arreglarlo todo con licencias. Reformar el sector del taxi es un primer paso, minúsculo pero necesario, para empezar a liberalizar todos estos sectores de la economía que viven gracias a la protección del estado.

El patrón esencial de muchas reformas que deberíamos ver es, en esencia, muy parecido a una hipotética reforma del sector del taxi. Un grupo de interés atrincherado con ingresos protegidos que vive protegido de la competencia gracias a mala legislación. El gobierno entra, elimina restricciones, los afectados protestan como locos, pero cuando se disipa el humo las cosas van un poquito mejor para el resto del país. Son reformas políticamente complicadas, especialmente si el gobierno no entiende que son importantes, pero son necesarias.

El problema, claro está, es que el gobierno de Rajoy se rindió miserablemente a la que los taxistas empezaron a protestarle, así que obviamente no lo entienden. En fin.

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